lunes, 3 de enero de 2011

Autoreflejo


Llevaba esperando la ocasión al menos diez años. Era uno de los momentos más ansiados de mi vida. Recuerdo que la noche anterior los nervios me impidieron dormir, no sólo iba a una de mis ciudades favoritas iba a encontrarme con ella¡ Al fin vas a ver a la Gioconda , Laura! . La emoción me embargaba y aún no podía creérmelo. Es esa mezcla de alegría y nerviosismo que paraliza pero emociona a la vez.
Cuando entré en el Louvre no sólo entré  en uno de los museos que más admiraba, entré en un mundo paralelo, en una realidad que traspasaba los límites de lo imaginable, entré al fin,  en mi propia realidad.
Al fin llegué a la sala, y allí estaba ella, serena y tranquila ante el ritmo frenético de las cámaras y sus deslumbrantes flashes. Estática y relajada ante la enorme marea humana que se concentraba delante suya. Conseguí sacar fuerzas que no sabía que poseía y logré luchar ante las mil personas que entre empujones y pisotones intentaban arrojarme al suelo. Fue entonces cuando vino a mi mente una frase que siempre repetía mi profesora de historia, y la que marcó tantos momentos míticos de mi vida, la frase era : En la  perseverancia reside la victoria, frase famosa del gran emperador Napoleón, uno de mis personajes históricos favoritos. Y tras tomar estas nociones napoleónicas  y conseguir mi particular victoria, al fin llegué hasta mi destino: La Gioconda.
En el ansiado encuentro, cuando las dos estábamos frente a frente me dí cuenta de que ella era yo. Esa cara de misterio y agotamiento, esa sonrisa a mitad, llena de enigma  e inseguridad, esa mirada profunda y llena de melancolía no era un simple retrato, era mi propio retrato.¿Acaso me estaré volviendo loca?¿Cómo es posible que me vea a mí misma en ella?. Para mí aquello no era un cuadro, era un espejo en el que se reflejaba toda mi vida, todos mis miedos, todas mis esperanzas y desesperanzas. Me senté delante de ella y estuvimos mirándonos hasta que un amable señor de seguridad quiso finalizar esa reunión. Durante este período de tiempo la analicé, o mejor dicho, me analicé a mí misma. Fue entonces cuando descubrí que ella era igual de misteriosa que yo, que esa sonrisa no era más que la señal de la inocencia perdida, que esos ojos rasgados, perdidos en el infinito, sólo buscaban respuestas ante un mundo incomprensible, lleno de superficialidad, que esas manos cruzadas sólo esperaban desatarse ante una explosión de felicidad.
Y así nos encontrábamos, inamovibles y alejadas del verdadero mundo. Esperando una señal ante la cual reaccionar y que nos permitiese librarnos de esos miedos que no nos permitían sonreír conforme lo hacíamos antes.